No es algo fácil de hacer y hasta podría ser que no nos guste, o que no queramos hacerlo porque nos da vergüenza que sepan que estamos fallando. La vergüenza pertenece al ambiente del ego, y el ego y sus miedos nos juegan en general malas pasadas. Podría ser que te preguntes: ¿miedos de qué? Miedo de lo que otros puedan pensar de mí. Y dado que yo me he propuesto hablar de mis propias vivencias acá estoy con una de ellas.

Les cuento queridos amigos que me leen, que embalada en una conversación con un amigo muy cercano, me encontré diciéndole tolo lo que conscientemente había decidido no decirle porque no quería que se ofenda. Pero olvidé mi propuesta y allí considero que estuvo el error. Y ahora yo me pregunto: ¿Qué puede haber originado ese olvido?

A veces un olvido puede ocurrir porque perdí el foco de mi propuesta, y otras veces es algo que se origina en las “Altas Esferas” pues ese error me es enviado para que yo reconsidere la propuesta. Por ejemplo: en vez de que sea “no se lo voy a decir”, que sea “se lo diré pero cuidando las palabras, la forma, y los tonos para que no se ofenda y para que podamos entendernos”.

Sé que hablando y sonriendo como para que la otra persona sienta el cariño que le tenemos, podemos hacer y hacernos mucho bien. Es un beneficio para ambos lados, que va y viene, de ida y de vuelta. Acá veo que hay un “Orden”, un “Equilibrio”, un “Centro”, y un “Ordenarse interna y externamente”. Y eso no es ser rígido como algunos me dicen, ni es estar atado a patrones, eso nace de la exploración y del descubrimiento personal, del auto–conocimiento, del trabajo interior y del respeto por sí mismo. Aquí podría contar otra vivencia personal al respecto.

Recientemente estando con uno de mis médicos al que le había ido a pedir algunos análisis y recetas y comentarle cómo me estaba sintiendo con mi salud, lo encontré tan apurado que me olvidé de decirle un montón de cosas. La sorpresa de encontrarlo así, apuradísimo, (se ve que yo era su último turno ese día), me dejó muda. No puedo decir que no me auscultó, me pesó, me tomó la presión, se enteró de cómo estaba mi sangre apretándome el dedo índice de mi mano derecha con una prensa especial, todo eso en exactamente 10 minutos, me dijo que estoy muy bien, me saludó y se fue.

Me quedé sentada en la sala de espera, que estaba totalmente vacía, y no me permití pensar mal de él. No dejé que se destruyera la buena opinión que me merecía como médico. Me dije: “Aparte de ejercer la medicina, él tiene su vida personal, que no conozco, puede tener hijos, esposa, parientes y cosas personales que atender con urgencia, tener algún turno que cumplir…

En fin, voy a volver a pedir un turno y cuando le lleve los análisis que sí me ordenó, veré si puedo decirle todo lo que antes no le dije porque su apuro me dejó totalmente muda. Para mí hablar sin ofender, sabiendo cuánto eso me cuesta hacer, es también un delicado trabajo espiritual que aporta al crecimiento de ambas personas.